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Madre Narcisista

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diario de una hija de una madre narcisista

Mi historia

Durante mucho tiempo pensé que no tenía recuerdos de mi infancia. No porque no hubiera pasado nada, sino porque algo dentro de mí decidió no recordarlo. La mente hace eso a veces: borra lo que no se puede sostener. Pero el cuerpo no olvida. Mi cuerpo recuerda con una precisión inquietante los suelos de cada casa en la que viví. Recuerdo las baldosas, los dibujos, las líneas que seguía con la mirada cada vez que mi madre empezaba a gritar. Recuerdo quedarme quieta, completamente inmóvil, bajando la vista para no provocar más. Mirar al suelo era lo único que me calmaba. Fue uno de los muchos mecanismos de defensa que usé para sobrevivir a mi historia.

Crecí con una madre que podía pasar del afecto al odio en segundos. A veces me decía que me quería, otras veces me golpeaba, o me llamaba inútil, o me hacía sentir que mi existencia entera era un estorbo. Nunca sabías qué iba a pasar. Nunca sabías si ibas a hacer algo mal, porque el problema no era lo que hacía, sino que existiera. Yo me adaptaba. Aprendí a quedarme en silencio, a cuidar un hogar cuando debía jugar y estudiar, a cuidar de mi hermana pequeña como si fuera mi hija. Tenía diez años y ya me sabía todos los gestos previos a un estallido. Vivía en alerta permanente. Crecí con ansiedad sin saber que eso era ansiedad. Para mí, simplemente era la vida.

Mi madre no sabía asumir errores, ni frustraciones, ni pérdidas. Cada vez que las consecuencias de sus decisiones se volvían demasiado grandes, estallaba contra mí. Con los años entendí que proyectaba en mí todo lo que no sabía mirar en ella. Que muchas veces, cuando me miraba, no veía a su hija, sino a su pasado, a su historia mal cerrada con mi padre, a su necesidad constante de tener el control. Y me convertí en eso: en una presencia que podía controlar, humillar, moldear. En una hija que servía como válvula de escape.

Durante muchos años creí que lo mío era simplemente una familia complicada. No sabía que existía el término “madre narcisista”. No sabía que lo que yo vivía era una forma de maltrato. No sabía que lo que estaba viviendo me rompería para siempre. Solo sabía que me sentía vacía, en peligro, y profundamente sola.

Mi adolescencia fue el inicio de mi despertar, aunque aún no lo sabía. Empecé a observar a otras familias. Iba a casa de amistades, veía cómo sus padres les hablaban, cómo había risas, confianza, cómo se podían mostrar vulnerables sin ser castigados. Y entonces algo empezó a romperse dentro de mí. Algo que decía: esto no es normal. Lo que tú estás viviendo no es normal.

A los 16 desarrollé bulimia. No porque quisiera adelgazar, sino porque descubrí que vomitar me aliviaba. Me liberaba. Era lo único que me daba una sensación de control. Sobre todo después de las comidas, que eran momentos de máxima tensión. Todo empezó porque una vez vomité del puro miedo, de pura ansiedad, sin provocarlo. Y a partir de ahí lo busqué. Empecé a purgarme cada día al llegar al instituto. Hasta que mi cuerpo empezó a vomitar sin que yo lo provocara. Sentía que el cuerpo me traicionaba, pero también que era lo único que tenía para defenderme.

Intenté pedir ayuda. Se lo conté al psicólogo del instituto. Al principio sentí alivio: me escuchó, me habló con calma, me hizo sentir que por fin alguien me creía. Pero al terminar me dijo que, por protocolo, debía informar a mi madre porque yo era menor. En un solo segundo, pasé de sentirme segura a volver a estar en peligro. Confié, y me expuso.

Cuando llegué a casa, todo estalló. Me obligó a sentarme a la mesa y me forzó a comer mientras me amenazaba. Ya no era solo el miedo, era la sensación de estar completamente atrapada. Aquella noche entendí que si me quedaba, algo dentro de mí se iba a romper del todo. Así que preparé la mochila y me escapé.

Me fui a buscar refugio con la única persona que sentía cercana en ese momento: mi pareja de entonces. No tenía un plan, solo una necesidad urgente de poner distancia. Durante unas horas sentí algo parecido a la calma. Pero no duró. Mi madre denunció mi desaparición y mintió diciendo que había sido secuestrada, intentando culpar a mi pareja. La policía nos localizó y nos llevaron a comisaría.

Allí, por segunda vez en menos de 48 horas, intenté contar lo que me pasaba. Les hablé con la poca claridad que tenía a esa edad, desde el miedo, la confusión, la urgencia de que alguien hiciera algo. Pero en lugar de protegerme, me dieron a entender que, si denunciaba, acabaría en un centro de menores. Me describieron ese lugar como algo aún peor que volver a casa. Me hicieron elegir entre dos castigos. Y volví. Volví sabiendo que, por más que gritara por dentro, nadie me iba a escuchar. Después de eso dejé de confiar. Ya no solo en ella. Dejé de confiar en el mundo.

También fue la etapa en la que empecé a explorar quién era. Me di cuenta de que me gustaban las chicas, aunque ni siquiera podía nombrarlo con claridad. Le conté a mi madre que era bisexual. Su respuesta fue una paliza. Me golpeó delante de toda la familia, me arañó los brazos, me rompió mis cosas más preciadas, todo lo que me importaba y que formaba parte de la personalidad que estaba construyendo. Como si rompiendo lo que yo amaba pudiera hacer que dejara de ser quien era. Nunca me olvidaré de cuando me dijo que lo que yo sentía era una enfermedad. Y que su hija no estaba enferma.

Entendí que no iba a haber espacio para mí si no me ocultaba. Me escondí. Aprendí a tener una doble vida. A aparentar ser la hija correcta. Fingí que todo estaba bien, fingí incluso delante de mí misma. Lo hacía para sobrevivir. Para evitar otro ataque. Para que me dejara en paz. Me convencí de que solo podía salir si jugaba bien mis cartas. Decidí estudiar. Obtener un título universitario. Ser lo que ella quería que fuera. Pensé que, si lo hacía bien, tal vez se relajaría el control. Y sobre todo, que cuando llegara el momento de ir a la universidad, podría escapar. Irme lejos. Respirar.

Y así fue. Lo conseguí. Logré salir de ese infierno. Viví mis primeras relaciones de verdad, mis primeras fiestas, mis primeras veces. Pero la libertad trajo consigo todo lo que había estado conteniendo. Empecé a tener pesadillas. Dolor corporal. Ansiedad. Rabia. Depresión. Pensamientos suicidas. Me sentía desbordada. Mi pareja me pidió que fuera a terapia. Y fui.

La primera psicóloga con la que hablé era especialista en temas LGBT. Yo creía que lo mío era “solo” eso: un rechazo familiar por mi orientación. Pero en pocas sesiones me dijo que no. Que lo mío era más grave. Que tenía trauma complejo infantil. Que necesitaba otra forma de terapia. Me asusté. No podía permitírmelo. Económicamente, ni emocionalmente.

Pasaron cinco años. Durante ese tiempo tuve que ser adulta sin las herramientas que se necesitan para sobrevivir en un mundo como este. Y un día, decidí volver a terapia. Ya había empezado el contacto cero con mi familia. Ya estaba lista. Me puse en manos de una terapeuta especializada en trauma complejo y EMDR. Y ahí empezó la parte más dura.

La terapia removió todo. Empecé a salir de fiesta compulsivamente, a beber, a mezclar alcohol con ansiolíticos. No podía parar. No era diversión: era desconexión. Necesitaba disociar todo el dolor que generaba enfrentarme a que nunca me habían querido. No podía dejar de verme a mi de pequeña en situaciones que ningún niño debe vivir. Pero aunque el dolor me superaba a veces, no dejé de ir. Nunca solté el proceso. Cada sesión era un viaje por lugares que había bloqueado durante años. Pero era necesario.

Y así, poco a poco, empecé a entender. Empecé a recordar. Empecé a recomponer. El dolor no desapareció, pero empezó a tener sentido. Empezó a dejar de gobernar mi vida.

Hoy puedo decir que mi red de seguridad soy yo. Que ya no necesito fingir. Que amo vivir. Que pongo límites. Que respeto mi cuerpo. Que como bien, entreno, tomo mi medicación y escucho mis emociones. Que mis vínculos son sanos. Que tengo una vida hecha a mi medida. Que le doy a mi niña interior lo que necesitó y a mi yo adulta lo que merece. Después de dos años de terapia, recibí el alta.

Se que si estás leyendo esto es porque estás viviendo una parte del proceso y necesitas saber que no estás equivocada, que algo valide lo que estás sintiendo. Y quiero que sepas que no estás sola, que es real. Que no estás exagerando. Que no eres débil. Que lo que viviste tiene nombre. Y que, aunque parezca imposible, sí se puede salir.


Todo lo que he aprendido, para ti.

Tanto si estás empezando a detectar que la relación con tu madre no es normal, como si estás empezando tu proceso terapéutico o necesitas simplemente leer algo que te recuerde que lo que sientes es totalmente válido: este sitio es para ti.

Todos los artículos tienen información de psicología clínica que he ido aprendiendo a lo largo de mi proceso terapéutico, pero están escritos por mí, con retazos y ejemplos de mis propias vivencias, con el fin de que lo sientas como un abrazo de mi parte.

Puedes volver siempre que lo necesites.

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